domingo, 11 de julio de 2010

Ganador del primer premio



Un sueño posible

Me encontraba totalmente destruido, sí, destruido, como lo oyen.
Yo, José Mario Fallótico, estaba mal ya que hacía tan sólo una semana mi adorada mujer había sufrido un grave accidente cuando volvía del Colegio San Pablo al cual concurría Sofía, mi hija de cuatro años.
Después de llorar y hacer el duelo, tomé la decisión de volver al lugar donde nací. Luego de armar mis maletas decidí partir hacia el aeropuerto, sin antes haberme despedido de mis amigos y algunos pocos familiares que tenía en Neuquén.
Horas y horas pasé en ese avión para llegar a Santa Fe, al pueblito llamado San Vicente, nombre que le dieron recordando a mi padre ya que él había sido intendente bastante tiempo atrás. Es por eso que yo era respetado por la población.
Al llegar me recibieron entre abrazos y besos. Algunos me consolaban y otros estaban felices de que volviera a vivir con ellos.
Luego de acomodar mi nueva casa salí en busca de muebles, víveres y todos los accesorios necesarios para reordenar mi hogar. Armé un improvisado taller en el garage, el cual sería mi espacio de trabajo. Decidí recorrer a pie las pocas cuadras que me llevaban hasta la zona de negocios, respirando el puro aire pueblerino.
Me detuve en el semáforo que marcaba el paso de los automóviles.
Cuando estaba por cruzar me tocaron el hombro. Era un hombre que llevaba unos anteojos negros bastante grandes, se podría decir. Lo miré sorprendido y de pronto me di cuenta de que era ciego ya que extendía sus brazos hacía adelante como un sonámbulo. Me tocó el hombro nuevamente y dijo:
-¿Me cruza?-a lo que respondí:
-Sí, por supuesto-.
Cuando cruzábamos me dijo su nombre: Miguel Fidel. Lo acompañé unas cuadras mientras él me contaba lo difícil que era su vida. Yo pensé que tenía que hacer algo para ayudarlo y para ayudarme, necesitaba trabajar, distraerme.
Fue ahí cuando se me ocurrió la idea de crear un elemento que ayudara a "ver" a los no videntes utilizando sus otros sentidos y además los identificara.
Ansioso por llegar a mi improvisado taller, las cinco cuadras se me hicieron largas. Ya en casa, tomé un trozo de madera y le di forma de bastón.
Después de lograrlo, lo pinté de blanco y el mango, de color anaranjado muy notable. Luego tomé un trozo de elástico color nergo que tenía en una caja y se me ocurrió una manera fácil de colocarlo en el bastón para que Miguel pudiera agarrarlo.
Luego busqué su dirección y número de teléfono en la guía. Lo encontré rápidamente. Fui a su casa y le llevé el regalo. Lo recibió con muchísima alegría, me invitó a pasar y charlamos un largo rato.
Por la tarde tuve la idea de popularizar el invento. Me dirigí al entonces director de la Biblioteca Argentina para ciegos, Agutín Rebuffo, y le propuse difundir el invento.
Así fue como, en 1921, creé el primer bastón para invidentes. Un objeto simple, pero a la vez muy importante para quienes no pueden ver.
Autora: Micaela Soria.

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